Vivimos en un mundo ferozmente individualista y competitivo. Nos hemos acostumbrado a la idea de que siempre hay que ser más, hacer más, saber más y tener más. No nos basta con ser buenos; queremos ser los mejores. No nos conformamos con mejorar; queremos ser siempre nuestra nueva-mejor-versión. Sin embargo, esta búsqueda sin fin tiene un precio que no siempre nos damos cuenta que estamos pagando: dejamos de actuar auténtica y genuinamente, dejamos de hacer cosas desde el disfrute, y acabamos con un gran agotamiento e insatisfacción constante.
¿Dónde queda el límite entre crecer y desgastarnos? Cuando siempre estamos mirando hacia la siguiente meta, la siguiente mejora, olvidamos saborear el proceso, lo que ya somos, lo que ya sabemos y hemos logrado.
La insatisfacción crónica nos hace sentir que nada es suficiente: ni nuestras metas, ni nuestros logros, ni siquiera nosotros mismos. También tememos siempre tomar malas decisiones y perdernos “mejores opciones”. No tenemos en cuenta nuestro contexto (nuestras circunstancias, privilegios o dificultades), como si «querer fuese poder» en todos los casos. ¡Qué difícil es estar bien con estos estándares tan elevados! Aunque nuestra vida esté mejor de lo que pensamos.
¿Qué pasaría si empezamos a permitirnos ser “mediocres”? Seguro que esta palabra te acaba de chirriar. No me refiero a mediocres en el sentido peyorativo de la palabra, sino seres humanos que aceptan y no tienen miedo de estar «en el montón,» de no destacar siempre, de no ser brillantes en cada aspecto de su vida. Eso no significa que no puedan ser buenos, pero entienden que la excelencia no siempre es posible (y si se llega a ella, siempre tiene un coste, y no dura para siempre).
Aprender a conformarnos no significa dejar de aspirar a cosas buenas, a mejoras, aprendizajes o a un bienestar, sino renunciar a la idea de que solo valemos si somos los mejores, de que nuestra autoestima depende de nuestra capacidad para sobresalir y recibir admiración. Sería reconocer que, aunque nos gusta el reconocimiento externo, no lo necesitamos, y tomamos decisiones más acordes a nuestra situación, intereses, necesidades y valores.
A veces, conformarse puede ser lo más sabio. Nos libera de un peso enorme y nos permite vivir con más ligereza, enfocándonos en lo que realmente nos llena. Aceptar la mediocridad es también aceptar nuestra humanidad. Y hacerlo es, en cierto modo, abrazar nuestra vulnerabilidad, esa parte de nosotros que no necesita grandes logros para ser feliz. Aprender o crecer desde la curiosidad, y no desde el miedo a quedarse atrás, a no ser visto, a no ser suficiente.
Porque la vida no se trata solo de logros y mejoras; se trata de aprender a disfrutar del camino, de lo que somos en cada etapa, incluso con nuestras imperfecciones. Y ahí, justo ahí, en la atención al presente, y en la sencillez, es donde reside la verdadera plenitud.
Así que, tal vez, es hora de reconciliarnos con la idea de que no necesitamos ser excelentes para ser válidos, ni para tener una vida plena. Tú ya eres suficiente.💙